La política multicultural puesta en funcionamiento por el Estado neo liberal afianza los muros del gueto racial. Con engañosas artimañas y suculentas migajas de folklore, reconocimiento institucional esporádico y gestos parlamentarios se encierra a cada comunidad en su propio imaginario. Pero el imaginario de nuestras comunidades ha sido secuestrado, engullido y masticado por la maquinaria industrial del multiculturalismo moderno. Hasta que no tengamos la valentía colectiva de quitar el grano de la paja, no podemos afirmar con contundencia cuánto de lo que hoy somos no es, en definitiva, un subproducto de nuestra propia existencia preparado para ser vendido y comprado en la sociedad del mercado.

Con este nuevo imaginario que el estado y sus instituciones han producido sobre nuestras realidades, se nos vuelve a colonizar y subyugar a través de una tan seductora como mortífera idea: la falsa excepcionalidad. No hablamos únicamente a los Kale. Hablamos a nuestras comunidades hermanas, a las africanas, afrodescendientes, negras; a las moras-musulmanas, a las migrantes de Abya Yala; a todas aquellas comunidades humanas que experimentan los efectos del capitalismo racial en los bordes y límites de la ciudad occidental. Cada comunidad sufre su propio pesimismo y una forma particular de racismo, así como una forma propia de resistencia; sin embargo, el enemigo fundamental de nuestros ancestros y nuestras descendientes es y será el mismo: la colonialidad del poder.

Límites y posibilidades

Bien es cierto que cada comunidad ha de organizarse por sí misma para estar en condiciones de afrontar el difícil reto de las alianzas. No obstante, en lugar de desinflarnos, presos del ombliguismo etnicista favorecido por los organismos europeos, por las ONG y los proporcionadores de recursos materiales que preparan, en secreto, nuestra derrota, debemos reaccionar. Hemos de despertar ante los problemas que nos amenazan si  realmente aspiramos a la construcción de un frente anti racista amplio, social y político. Nuestra comprensión del racismo debe encarnarse y dejar de ser meramente abstracta y estética. Esa es la única manera a través de la cual podremos construir una verdadera hermandad política y, en base a esta, la alianza deseada. Pero, para ello, no existe otra alternativa que reconocer abiertamente nuestras limitaciones.

La lucha anti racista en el Estado español está dividida. Los Kale, los Roma del Estado español, caminan por un lado mientras los migrantes y sus hijos, entre los cuales también se encuentran los Roma migrantes del resto de Europa, caminan por otro. Es cierto que nos reconocemos. Sabemos que estamos irremediablemente hermanados. Pero es igualmente cierto que, por el momento, no hemos dado los pasos necesarios para construir una verdadera hermandad política. Es indiscutible que estamos unidos por las circunstancias, pero es similarmente ineludible que, a menudo, no nos comprendemos. Reconozcámoslo, los gitanos del Estado español tienen dificultades para comprender de qué manera la ley de extranjería o la existencia de los CIE conforman parte del mismo aparato del poder que los reprime desde hace 500 años. Al mismo tiempo, los migrantes tienen dificultades para comprender de qué manera una parte importante de la maquinaria racista que se pone en marcha para reprimirlos es el resultado de un largo experimento de control persecución y genocidio que ha tenido y tiene en nuestra comunidad uno de sus objetivos principales.

Dar la espalda al anti racismo de pandereta

Así como existe un multiculturalismo de Estado, existe un anti racismo de pandereta. Sabemos que si no somos nosotros, si nos resistimos a ser utilizados por las instituciones y por los elementos de la izquierda etnocéntrica reacios a afrontar el problema del racismo, otros serán los utilizados. Nos encontramos en un momento especial en el que las fuerzas progresistas comienzan a reconocer que existimos. Y aunque estamos ante un tiempo de posibilidades, el peligro de la falsa política y el pragmatismo dominante nos acecha de manera especial. Muchas de estas fuerzas políticas, algunas consolidadas, algunas eternamente en ciernes, buscan colorear sus filas con elementos racializados que digan por ellos, abiertamente y a poder ser con acento, aquello que ellos no pueden. Siempre es poderoso contar con un rostro folklórico, con una mascota a la que utilizar como escudo al mismo tiempo que se le proporciona una buena dosis de auto estima.

Todas nuestras comunidades experimentan esta realidad y es importante advertirlo. Esto significa que a pesar de los innumerables espejismos ególatras, no somos importantes como individuos. Somos desechables. Como individuos, solo servimos a nuestros patrones. No importa que revistamos nuestros discursos con tecnicismos de moda, incluso que hablemos del “colectivo”, tan solo somos un arma en manos de los intereses políticos de aquellos que no tienen la fortaleza política necesaria para asumir el problema del capitalismo racial. Nuestra fortaleza reside en el colectivo encarnado, no en el abstracto; no en la idea, sino en la voluntad de no convertirnos en una pieza más del engranaje desde el que se levantan los muros que nos asolan. Si conseguimos destruir la idea de excepcionalidad, descubriremos que los nuestros se encuentran confinados en los mismos guetos materiales, en los mismos guetos simbólicos.

Es la misma policía la que golpea y humilla a nuestra juventud. Son los mismos institutos segregados en los que se ahoga y disciplina la inteligencia de nuestros futuros militantes. Son las mismas cárceles en las que se encierra y destruye masivamente a nuestras familias. Son los mismos servicios sociales los que controlan y roban a nuestros hijos. Es el mismo Estado el que nos persigue y nos transforma en “el otro”. Sí, somos “el otro”, esta es una realidad política; desde ahí reconstruimos nuestra dignidad colectiva. Pero está en nuestra mano reconstruir un “nosotros” en el que quepan todos “los otros”, todas “las otras” que han decidido hablar en voz alta en el seno de una sociedad racista que nos atenaza y que, sin embargo, no puede terminar con nuestra resistencia.